Concluido el trabajo, el novio, Rafael Soto Castro, quiso devolverle el gesto y asimismo fue al estudio del fraile pintor con una pequeña foto de su novia para que éste la inmortalizara.
Al cabo del tiempo el segundo retrato quedó concluso.
Hasta ahí la historia de estos dos Valentines, pero, como casi todos los objetos y casi todas las personas, estas pinturas poseen otras.
Se dice que las fotos quedaron en poder del lego mercedario. Al novio, que su foto permaneciera en el Convento le daba igual, pero que el de su novia estuviera en el taller del fraile no le gustó.
Sabedor de ello su concuñado (que entonces no lo era y cuyo nombre omitimos no por discreción sino por obviedad) le calentó a base de bien durante tiempo con todo tipo de argumentos hasta que un buen día Rafael, incapaz de soportar la presión, se presentó en San Gregorio pidiendo se le devolviera la foto en cuestión.
Con la foto en su poder sintió una cierta satisfacción pero también una cierta sensación de haber hecho un poco el ridículo y que le acompañó toda la vida según el mismo me lo comentara.
En todo caso eran otros tiempos, realmente muy distintos; tanto que nadie hubiera planteado el tema desde el otro punto de vista: ¿Qué pasó con la foto del novio?. ¿Por qué nadie se preocupó por ella?.
Los cuadros rodaron por casa durante mucho tiempo y sufrieron durante los años todo tipo de avatares: Desde la humedad del trastero hasta la mutilación de las tijeras (existía, como he dicho, una auténtica fijación por aprovechar los marcos despreciando el arte). Pero un día los envié a restaurar.
Ahora los tengo yo.
Son mis padres.


No hay comentarios:
Publicar un comentario